El pintor y crítico Pablo Mañé Garzón (1921–2004) encuentra en Uruguay corrientes de pensamiento que mezclan características artísticas con estereotipos de un país que se observa a sí mismo como “pequeño”, sin demasiada organización y donde el artista plástico ha sido visto, por lo general, como un ser de excepción y privilegio. A partir de tales parámetros se generan querellas que considera pertenecientes ya a jóvenes (no figurativos) enfrentados a “viejos” que él identifica como figurativos. En su opinión, marcan una línea divisoria entre el arte actual y aquel que ha dejado de serlo aunque haya sido característico de los años cincuenta, ya sin vigencia real. Frente a este panorama de presupuestos, Mañé Garzón observa una juventud renovada (dicha “novedad” fue expresión que en el mundo cobró sorpresivo valor en la década de los sesenta), la cual se expresa con afán de ruptura y mayor libertad a través de todos los campos, incluidos los que atañen a las técnicas artísticas desde aspectos variados como lo cromático y lo matérico. El autor identifica una nueva generación de “colonos” cuya vanguardia se basa en un nuevo tipo de realismo, con fuertes tendencias expresionistas y cuyos focos están en París, Barcelona y Nueva York. Las vertientes de arte informal y concreto tuvieron su gran momento de expansión, en especial, después de varias exposiciones de peculiar influencia en el medio local uruguayo; entre ellas, en 1959, la de Antoni Tàpies (1923–2012), la de Alberto Burri (1915–95) y, en 1960, la que tuvo como sede la Embajada de España en Uruguay: Espacio y color en la pintura española de hoy. Estas últimas dos no se mencionan en el texto de Mañé Garzón, aunque pasaron a formar parte del núcleo de fuertes influencias locales con obras del denominado “arte otro”, entendido también como nuevo paradigma de modernidad artística.