El 12 de octubre de 1951, el general Francisco Franco inauguró la I Bienal Hispanoamericana de Arte. Surge en el contexto de la política exterior española que buscaba salir del ostracismo mundial al estimular las relaciones entre España con los países iberoamericanos. Mediante este acto, el ministro de educación español sancionó oficialmente la admisión de nuevas corrientes artísticas abstractas en la esfera oficial. Curiosamente, fue durante esta década que España fortaleció sus relaciones con democracias anticomunistas y el arte se convirtió en una estrategia de propaganda como parte del esfuerzo por recobrar un lugar en el orden mundial.
La bienal enfocada hacia los artistas jóvenes fungió como herramienta contra los artistas academicistas que dominaban las exposiciones. Este espíritu se refleja en los textos sobre pintura y escultura que acompañan el listado de obras participantes de cada país. Sobre la escultura, se celebra la importancia de dejar atrás modelos del pasado, imponiéndose la creación, entendida aquí como aquello que hace el artista con las manos. El autor destaca las obras no figurativas que rechazan la anécdota. Este último punto resalta también la pintura en Hispanoamérica. El autor lamenta la ausencia de la pintura de la Revolución mexicana —por incuestionables divergencias políticas entre México y España— pero al mismo tiempo indica como síntoma positivo que los pintores estén reaccionando frente a un “desesperado formalismo” y “lo anecdótico y discursivo” nacido del indigenismo mexicano. No obstante, una mirada a las obras participantes indica una gran heterogeneidad donde no se imponen ni los abstractos ni los figurativos, dándose lugar a tensiones marcadas entre obras académicas y obras modernas.
A pesar del optimismo, la mayor parte de los premios se otorgó a artistas españoles. En el caso de Colombia se adjudicaron los Premios de la República de Colombia para la pintora Blanca Sinisterra (1907?1995) y a un escultor, José Domingo Rodríguez (1895?1968), por la obra Angustia, ganadora anteriormente del premio de escultura en el III Salón Nacional de Artistas (Colombia, 1942). Ambas obras son ejemplos del “retorno a lo clásico” que se buscó imponer a principios de la década de los cincuenta en Colombia.