José Manuel Marroquín Osorio (1847-1943), hijo del presidente José Manuel Marroquín Ricaurte (1827-1908), había realizado estudios en París y Roma. De ahí que hiciera parte de un selecto grupo de presbíteros, con educación europea, en distintas áreas del saber tales como la teología, filosofía e historia. Esta formación académica le autorizaba para pronunciar el discurso oficial para la apertura del Salón de Bellas Artes en 1910. Este hecho, tan simple en apariencia, evidenciaba desde entonces la subordinación del campo artístico frente al campo religioso. Si bien es cierto que existía legitimidad ya fuera disciplinaria o bien artística, el arte no gozaba de total autonomía. La Iglesia se presentaba como una instancia sancionadora de las artes y, en ese mismo sentido, como un recurso fundamental para el “proyecto de nación” difundido durante la Celebración del Centenario.
Los argumentos que constan en el discurso de Marroquín recuerdan el compromiso que críticos y artistas, en su mayoría, sentían por la tradición hispánica a comienzos de siglo XX en Colombia. No es gratuito que los pintores mencionados por el prelado sean de corte académico; omitiendo, por supuesto, la obra de Andrés de Santamaría (1860-1945). Este planteamiento oficialista ubica a los artistas españoles en la cumbre de la tradición artística occidental; de la cual deben nutrirse los artistas colombianos. No había razón para mencionar siquiera intentos de apertura que ya mostraban artistas como Santamaría, porque, bajo tales parámetros, las artes debían ser el medio por excelencia de representación de la nación colombiana. De ese modo, los retratos, los bustos, las escenas religiosas y el paisaje se convertían en las temáticas mediante las cuales se definían los rasgos nacionales.
El Salón de 1910 fue la ocasión precisa para proyectar el arte como símbolo de una nación; la cual no sólo dedicaba esfuerzos al bienestar físico, sino que también consideraba a la cultura como parte primordial de un proceso civilizatorio. La capital colombiana debía convertirse no sólo en un centro industrial; también debía albergar a un pueblo culto, conocedor de las distintas manifestaciones artísticas, pues éstas constituían el eje primario de una nación.